lunes, 4 de noviembre de 2013

Alas.

Cuando siento que le quiero, pienso si sus alas son tan grandes como las mías. Sí es que en algún momento nuestros caminos se trucaran y no podrá seguirme el paso. Luego, me esfuerzo en pensar que ahora no sé exactamente si es que acaso poseo yo alas y no soy un animal inamovible.  Me esfuerzo en pensar que lo apremiante es saber y utilizar, sí es que las tengo, mis alas y una vez yo vea el cielo más cerca de mis ojos, entonces, he de preocuparme por hacer que sus alas se desplieguen y que vuele a mi par. Por ahora, quiero ver si mi espalda es, como muchas otras, únicamente para soportar el peso de una vida impuesta o si acaso, dicha mía, es para volar y ya posee plumas, o al menos las tiene por salir. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

El futuro se acerca, ciertamente.

El paso del tiempo es inexorable. Imposible de detener. No existe cosa tan inclemente ni ente tan deshumanizado como el golpe imparable de un tic-tac. Nos hacemos viejos, nuestra piel se rompe segundo tras segundo y en un abrir y cerrar de ojos seremos viejos. Irreprochablemente así es la vida, o al  menos la que nos tocó vivir. A veces le tememos al tiempo, en ese cáncer silencioso preferimos no pensar, como si eso cambiara algo. Tú, yo, tus padres, los míos, tus amigos, mis amigos, el ser que crees amar, el ser al que agradezco su existencia, todos vamos de paso. Qué triste que nuestro fin sea una tumba, ah, pero que delicioso puedo imaginar que será el camino. Yo estoy en paz, si muriese ahora me iría feliz de haber visto el mundo y si mañana despierto con vida bajo mis parpados, espero continuar así, feliz y en paz. Que nada me cambie, que yo no pienso cambiar por nada. 

Me preguntó ante mi muerte qué cambiaría, qué tan relevante sería mi inexistencia, y seguramente, nada pase. Cuando muera nada cambiaría en lo más mínimo. Habría dolor supongo, llanto si es que tengo suerte de que alguien llore por mí. Qué pena, dirán unos, mientras que a la mayoría les daría igual. Es crudo pensarlo, y más cuanto me siento tan indispensable para mí mismo, de la misma forma que la luna no podría pensar en noche si ella no existiera. 


Pero que venga todo, que yo esperaré ansioso aunque lo que espere sean caídas. Que cada error sea uno más que no vuelva a cometer y que cada dicha sea un pluma para tejer mis alas. Yo he de volar, tanto como me sea posible. Yo he de volar, y en algún momento, quizá para nunca más volver. 




Juan Pablo Guzmán. 


miércoles, 25 de septiembre de 2013

La captura del demonio.

Fecha de creación: 24/04/2013



La captura del demonio. 


Ella había escuchado de él, como todos. La radio se encendió un buen día y, cuando se daba la lucha perdida, se escuchó aquel anuncio que trajo consigo esperanza. Su aldea se llenó de júbilo. La gente volvió a soñar con el mundo de antes.   

Una mañana, la cual ella aun no sabía si llamar trágica o no, le ordenaron cuidar de aquel demonio del que tanto temían. Estaba condenada a ser su enfermera; a él no se le podía dar muerte ni había prisión que le contuviera, pero tenia una mente y los seres humanos recurrieron a una practica que habían aprendido y dejado de lado hacia años. El demonio olvidó quién era, olvidó el porqué de su existencia y, sobre todo, olvido su sed de muerte y destrucción. 


Ella le aborrecía, pero día tras día y al pasar los años, aunque quiso evitarlo, le tomó cariño a su aparente pureza e inmarchitable juventud. Ella tenía que encargarse de mantenerle drogado, sanar las constantes heridas de su cuerpo humano y rezarle mientras dormía. 


Él no recordaba nada de sí mismo, mas, sorprendentemente, conocía de memoria cientos de poemas y cuentos que le solía relatar a ella a la par de las tardes color naranja.  Poemas y cuentos que, en esa apocalíptica realidad donde el horror provocado por los seguidores del desaparecido demonio cubría el mundo,  apenas podían sobrevivir de esa manera, en la memoria de algunos. Escuchar su voz, durante las pocas horas que su enfermedad provocada le permitía estar despierto, era escuchar tocar las liras del cielo.


La fatídica tarde, en el interior del cuarto donde el demonio dormía, ella, arrodillada junto a él,  pasaba las cuentas de su rosario una y otra vez intentando concentrarse en la oración, pero era inútil. No soporta la incertidumbre de no saber que sentía. Se perdía mirándolo; el inconsciente joven era perfectamente hermoso.  A ella le parecía un ángel con sus ojos azules, su cabello oscuro, su piel intachable y su respiración inocente. Se preguntaba qué era aquello que esperaba, qué deseaba dentro de sí misma que sucediera. Era imposible. Pero ella lo amaba, lo sabía, y le gustaba imaginarse que él también la amaba. ¿Y si todas las oraciones que diariamente elevaban por él surtían efecto algún día y desaparecía permanentemente el demonio? Esa pregunta era un clavo atravesado en su corazón. 


De repente, un estallido seco retumbó por toda la aldea; el humo de una bomba cubrió el cielo. La peste los había alcanzado.  En el momento en que ella quiso despertar al enfermo, un repentino ataque de asma le obligó a él a sentarse sobre su cama en busca del aire perdido. Tras unos segundos luchando, cayó muerto. Ella agitaba su inerte cuerpo desesperadamente intentando hacerlo reaccionar. Pero su amor imposible nunca regresó. Pues cuando el joven abrió los ojos, levantándose en el aire, extendiendo unas oscuras alas y dando un horripilante grito, la asesinó. Sus invisibles garras le atravesaron el pecho, dejando corazón y alma hechos añicos. 




Juan Pablo Guzmán, colombiano. 

domingo, 10 de marzo de 2013

[A modo de cartas] Señora mía

Fecha de creación: 11/03/2013
Nota del autor: Este relato, valiéndose de su naturaleza y forma, contara con una segunda carta como respuesta. Ésta será realizada por una joven escritora cuyo seudónimo es Tangoth. 


Señora mía, 



Usted, como podría yo jurar, no sabe de mí sino la autoría que tengo sobre esta carta. Aunque puede que haya sentido esta brisa filosa que me rodea y que llena cada rincón de donde quiera que me encuentre. Ciertamente es una pena lo poco que me conoce; ¡sabiendo tanto yo de usted, y usted tan poco de mí! No la culpo. ¿Cómo podría hacerlo? La conozco y sé que como este servidor es usted  capaz de leer las almas como a una guía turística, pero aun así su propia alma no le permite darse ese lujo superfluo. Señora mía, es usted un ser dolido, es usted del mar y del cielo, bajo la misma piel,  sirena engañada y ángel caído.

A pesar de todo no me atrevería a compadecerla. Su belleza triste es una epifanía de la vida, su dolor el predominante tono de pintura que la hace excepcional.  Discúlpeme si la indispongo con tantos halagos, pero usted los merece todos, además esta mano de poeta improvisado hace muchas madrugadas dejó de obedecerme.

Usted se conoce a sí misma más de lo que lo haría cualquier otra persona. Así que sería una tontería querer hablarle sobre usted. Pero, ¿querrá usted conocer mi historia, y con ella conocer a ese hombre encallado en el tiempo que soy yo? Me arriesgare a suponer que sí.

Mi mayor historia empieza como cualquier otra, en una época en que todo parecía ir bien. El futuro se me abría como una calle limpia. Nada perturbaba ninguna parte de mi vida. Pero como sabe bien el futuro, como lo son los recuerdos, es traicionero; no hay manera de controlarlo.

En mi historia, para mi desventura, soy el protagonista. Había decidido abrazar al arte, llevar esta vida con el único fin de trascender en el tiempo; en algún momento realmente creí ser un ser superior, con un destino ya trazado y una existencia que no tenia otra marca sino la de la grandeza. En ese entonces amaba la vida.

Antes, siéndole tan sincero como deseó, era yo toda la ejemplificación de la estupidez; bastó que una sola mujer entrara en mi vida para que le permitiera destrozar todo cuanto era yo, o al menos lo que creía ser. A decir verdad, ella es la única mujer de importancia que habita mi pasado, exceptuando a la santa viva que era mi Madre.

Recuerdo que las paredes empezaron a hacerse moronas en un Abril. Pensaba en ese entonces que era ella la mujer de mi vida, pues me daba toda la inspiración y plasticidad que quería en mi obra; en ningún otro momento, ni antes ni después, se movieron los pinceles en mis manos con tanta gracia y belleza que en esos meses. Era feliz.

Ninguna cosa es eterna, hasta el Dios que nos dieron a conocer en nuestra niñez, en algún momento impreciso, desapareció. Esa mujer despertó una mañana habiendo decidido que yo no era digno de ella; había descubierto la pobreza de mi alma artística. Creo que no soportó la certidumbre de estar junto a un hombre común, no soportó amar, porque me amaba a pesar de todo, a alguien sin un ápice de excepcionalidad en su destino, y, sobre todo, no soportó la marca del fracaso en mi frente. No la culpo tampoco, ella huyó para su propio bien;  gracias a ello, según escuche años después, se logró convertir en toda una condesa. Pero a pesar de que ella hizo lo correcto, mi corazón no pudo hacer otra cosa que desplomarse sobre sí mismo. Ella me hizo ver por primera vez lo que yo era en realidad, y sobre todo lo que nunca llegaría a ser.

Jamás tome entre mis dedos de nuevo un pincel o un carboncillo; creo que incluso ya olvide como utilizarlos, y me alegra. ¿Conoce, usted, el horror de descubrir que ha dirigido su vida entera a un callejón sin salida y sin retorno? No hay manera de recuperar el tiempo perdido ni el alma gastada. No hubo ni encontré luego ganas de vivir. Rechace cualquier cosa que significara continuar, no había razón alguna para hacerlo. Yo… Señora Mía, me resigne a ser participe de la sociedad; me convertí en un engranaje más,  en un hombre común –Porque al fin de cuentas es todo lo que soy–, de los que simplemente trabajan, gastan dinero, y pasan sus años en distracciones mundanas, sin tener jamás ninguna aspiración superior. No quiero que pierda de vista eso sobre mí: soy, a pesar de mis nociones y sueños perdidos, un hombre común, y, peor aún, un hombre que sólo existe pues vivir requiere más de lo que deseó dar.

Creo que se preguntara por qué no sucumbí a un final trágico e, incluso, más digno que la patética resignación. Y yo por mi parte desearía preguntarle lo mismo: ¿por qué no sucumbió usted  a esa tragedia suya, la cual por cierto desconozco en detalle? En mi caso, pensar en el suicidio me hizo odiarme aun más, me hizo verme como un hombre que ni siquiera es capaz de aceptar su mala fortuna. Porque a pesar de todo, por sobre cualquier religión, ideología o patria, yo conservó mi dignidad a toda costa.



¿Desde hace cuándo visita usted este café? En mi caso, desde hace seis semanas. No suelo frecuentar ningún lugar, con la excepción de la diminuta oficina de mi trabajo donde degolló muchas horas de mis días; pero aquella mañana en que el dueño de este lugar me vio entrar por primera vez, y yo sentí esa subjetiva belleza suya, no me he atrevido a dejar de regresar un solo día. No ha habido contratiempo ni ocupación inútil que me haya impedido guiar mis pasos hasta este lugar. El café no es de los mejores, el frio de las actuales nevadas se filtra por las paredes, y su dueño es grotesco, pero por alguna razón usted abandonó el agua o cualquier otro liquido para, únicamente, saciar su sed con el café amargo de este lugar; algo, tal vez la simple indiferencia hacia su entorno,  la sujeta a estas paredes añejas.


Única entre el mundo entero, celestial existencia, es usted del ruido de la sociedad el más brillante lucero. 



Pero qué es lo que este hombre quiere, se preguntara, señora mía, seguramente. Y ciertamente solo son dos razones las que alientan esta tarde mi pluma; una ellas ya está expuesta en este papel: contarle mí historia, y la segunda es hacerle una propuesta. No la propuesta de su vida, sino, quiero pensar que es así, la más grande del final de sus días. Quiero proponerle salvación. Usted merece mejor suerte que la que le han impuesto, usted no merece oxidarse en la desmoralizante soledad en espera de la muerte. Tal vez yo tampoco merezca eso, pero a falta de una mejor opción lo prefiero. Amo escucharme a mí mismo, amo saberme ajeno del mundo y existir exiliado en mi mente. Pero, en cuanto a usted, quisiera verla con algo mejor; es así, como tan humildemente me es posible, que quiero rendirme a sus pies, y darle a conocer que si así lo desea podemos compartir nuestros pasados, nuestras penas y nuestras soledades.  Contradigamos la línea que nos ha impuesto la vida, o aquella a la que decidimos perecer.

¿De qué manera leerá, usted, esto? No la he visto leer cosa 
alguna; no sé si acaso se da el tiempo de degustar cada silaba y tilde, o si engulle oraciones y párrafos con hambre existencial; ¿prefiere usted sentir lo que late tras la tinta o simplemente se limita a conocer la historia con interés científico? Espero poder admirarla mientras sus ojos pasan sobre mi indigna caligrafía, eso alegrara un poco el mundo. Y si acaso levanta su vista e intenta encontrarme entre los demás comensales de éste café, me alegrara saber que causó en usted aunque sea un poco de curiosidad.

Espero que me de la dicha de recibir respuesta suya. Un par de líneas, aunque no responda a ninguna de mis preguntas, me bastaran,  



Con amor derrotado, y suyo de la manera y el tiempo que 
desee,



Abrenuncio Bonaventura.





Juan Pablo Guzmán, colombiano. 







viernes, 22 de febrero de 2013

Para tan galante caballero

Fecha de creación:  24/11/2011


Para tan galante caballero

En una noche lluviosa, las quejas de una entristecida moza cortesana acoplaban con el llorar del cielo.  

               –Más muerta que viva Le maldigo por haberse acogido y del invierno protegido, evitando muerte merecida, bajo los pliegues de mi vestido.

Respondió, entonces, él, sin saber siquiera el porqué de su desesperada petición:

        –Perdóneme, buena mujer, si acaso yo le he ofendido y no se lleve consigo rencores  ni deje de su parte tan oscuras intensiones.  

              –Aun así le maldigo, oportunista de vestido honorable 
y de nombre inmanchable, cobarde y a partir de hoy, gracias a mí, tan maldito como galante.


Juan Pablo Guzmán, colombiano




lunes, 11 de febrero de 2013

Berrinche suicida.

Fecha de creación: 29/08/2012



Berrinche suicida. 

Siempre pensó en llamar la atención con un intento de 
suicidio; se lo imaginó en muchas circunstancias y maneras, en donde tras abrirse las venas o tragarse un frasco entero de pastillas toda su realidad daba un vuelco momentáneo, pero gratificante. Lo pensó tantas veces que llego al momento en que tuvo que hacerlo realidad, y una mañana, tras pelear con su madre y decidir dar rienda suelta a sus pensamientos huecos, su primer berrinche suicida fue el ultimo. 


Juan Pablo Guzmán, colombiano. 



jueves, 31 de enero de 2013

Ana el primer amor de ella.

Fecha de creación: 10/05/2011



Ana el primer amor de ella.  


Encubría a todos lo que había sucedido, así como su cara, maquillada por sus bostezos y lágrimas secas. Se sentía enredada como la pelota de trapos con las que jugaba el gato sobre la alfombra. No sabía que sentir, si arrepentimiento y culpa por haber dejado escapar a Ana o la tristeza de que se hubiera ido sin siquiera despedirse. La ventana enrejada de la sala era su único apoyo; la luz que entraba por ella de cierta manera remplazaba  la caricia que en esos momentos tanto necesitaba de Mamá. Pero ella misma se negaba a buscarla, contarle lo que había pasado era lo que menos quería. Si lo hacía, seguramente Mamá le diría que no pasaba nada, que dejara de pensar en Ana y que Papá le buscaría otra paloma más bonita. Igual a como había pasado cuando su gatito se perdió entre el monte, Papá no demoró mucho en traer otro gato, pero no era igual y seguramente si Ana no volvía nada volvería a ser igual,  por más palomas que trajeran.


“Ana… Anita venga que yo la extraño” susurraba para sí misma al tiempo que una lagrima destellante salía de sus ojos. Lo único de lo que estaba segura era de mirar  por la ventana, por la misma que Ana se había ido volando cuando ella le abrió la puertecita de la jaula de guadua, pensando que Ana quería estar más cerca de ella. Al salir no le dijo nada, no la tocó ni la miró, extendió las alas y, con un fugaz y largo vuelo,  Ana  se abrió camino por entre la ventana hacia el cielo azul.


“¿Anita tantas ganas de irse tenía que me engañó?” seguía susurrando ella, llena del miedo que le provocaba que su abuelo, en la silla mecedora, la escuchara y la regañara por hacer tanto ruido y no dejarlo dormir.


Para su edad ella era alguien muy madura, por lo que en las ocasiones donde la profesora les leía cuentos de amor donde niñas lloraban por los niños, a ella le parecía algo ridículo; los niños eran unos bobos que la molestaban y cuando llegaban a portarse bien con ella, regalándole algo o diciéndole cualquier cosa linda, lo hacían balbuceando muertos de miedo y salían corriendo a reírse en alguna esquina. ¿Cómo podía alguien llorar por un niño? Era imposible, eso era lo que se había dicho así misma. Pero ahora ella lloraba de amor, pero no por un niño bobo, lloraba por Ana, Anita la paloma que la había engañado tan sólo para irse.


Su madre estaba ocupada en la cocina, pero aun así notó todo el tiempo que ella había estado sentada y recostada a la ventana; así que se acercó suavemente, agachó la mirada y dijo:


         – Hija, ¿Qué haces?


Con las palabras de Mamá un hondo suspiro le llenó el pecho, cortándole las palabras. Al ver que ella no respondió Mamá insistió.


         – Hija…

         – Nada, mamita, mirando Pa’ fuera –Contestó ella sin saber cómo fue capaz de hablar con ese aire tan extraño por dentro.

          – Hmm  ¿Y dónde dejaste a Ana?

          – Eeh… la escondí.


La Madre hizo un gesto de extrañes y ella continúo:

      – La escondí mamita, porque le vi ganas de volarse Pa´ nunca más volver. Entonces yo me le adelante y la escondí.

      – Pero, Hija, eso no es necesario, sólo hay que cortarle las alas y así ya no se puede volar. Si quieres yo…


La olla pitadora dio un silbido pidiendo atención. Mientras Mamá se alejaba hacia la cocina y con el silbido de la olla en sus oídos, a ella, sorpresivamente,  le quedo muy claro todo lo que pasaba y porqué Ana se había ido como se fue.


Ella amaba a Ana desde que Papá se la trajo siendo apenas un pichón; amaba la mancha café en una de sus alas y el blanco del resto de su cuerpo, parecido a la nieve que se imaginaba. Le puso Ana, como su abuela, a la que no recordaba porque murió cuando ella era más pequeña. La alimentó, la vio crecer y la amó como ninguna niña pudo amar a ningún niño bobo. Pero ella no se había dado cuenta de su error hasta ahora, que el silbido de  la olla y el regaño del abuelo para que lo dejaran dormir,  le habían hecho despertar los oídos y el alma.


Ella amaba a Ana, pero lo hacía como no se debía amar a nadie: haciendo sufrir. Ana vivió desde pequeña con ella y no conoció más horizonte que su  jaula de guadua, que aunque era preciosa, no era más que su prisión. Vivió encerrada y escapando a los diminutos monstruos que eran los dedos de su dueña, los mismos  que constantemente la dejaban muy adolorida. La paloma vivía mirando con melancolía por la ventana añorando la  libertad, al igual que la pequeña niña lo hacia ahora. Miles de sonrisas le había dado el ave a la pequeña en todo el tiempo que estuvo con ella, cada una a costa de su libertad.


Ana, Ana, Anita
Mi linda palomita
Ana, Anita
Usted sabe, Yo la amo
Y si entiende le pido de favor
Que no vuelva nunca más
Y vuele con sus alitas
Lejos de por acá
Que no quiero que se las corten
Pa´ que no se vuelva a volar
Vallase lejos Anita
Y no vuelva por acá.

Un vuelo largo y lento elevó el avioncito de papel en el que ella escribió el poema para Anita, con el cual se despedía para siempre. Confiaba en que Ana encontraría el avión  y así sabría que era mejor para ella no volver. Miró el avión abrirse camino por la ventana al igual que como antes lo había hecho Ana. Se froto bruscamente las manos en la cara, y le quedaron empapadas; las miró con detenimiento y, mientras su abuelo la regañaba por lanzar papeles al Jardín, ella supo que aquello que empapó sus manos eran las lágrimas de su primer amor. 



Juan Pablo Guzmán, colombiano.





domingo, 27 de enero de 2013

Ella era para el triste niño.

Fecha de creación: 14/09/2011




 Ella era para el triste niño.


La encontré  mirando entre hojas y ramas. Era perfecta, 
hermosa y radiante. Yo la buscaba para un niño, pero la guarde para mí. Le dije que sería mía y ella pidió agua para su sed, y mientras yo buscaba su agua, ella con el triste niño se fue. Yo perdí toda esperanza, y con el dolor de su ida, buscando entre hojas y ramas, a otra naranja encontré. 



Juan Pablo Guzmán, colombiano. 



sábado, 26 de enero de 2013

¿Te sientes bien?

Fecha de creación: 13/11/2012




¿Te sientes bien?


¿¡Te sientes bien!?
Sangras, tiemblas, mueres…
¡¿Te sientes bien?!
Te asfixias, gimes, sufres…


¿¡Te sientes bien!?
¿No ves que te mueres? ¿No sientes la sangre y el aire que se te va?
¿No te importa? ¡Te sientes bien!
No entiendo tu locura ¡¿Te sientes bien?!


¿Estupenda? ¡Pero te mueres!
Exhalas, inhalas, exhalas…. Respiras…
¡Te mueres! ¿Qué quieres decir con que estás en paz?
No entiendo tu locura ¡Te mueres!


¿¡Te sientes bien!? ¡No lo entiendes!
¡Te mueres! Sangras, respiras, te duele…
¿Y si te digo que no hay vida eterna, ni un Dios que te espera?
¿¡Qué te salve!? ¡Pero si te mueres!



Juan Pablo Guzmán, colombiano. 





domingo, 20 de enero de 2013

Tiroteo.

Fecha de creación: 29/08/2012


Tiroteo. 


Balanceaba su revolver mugriento de un lado a otro en la concurrida calle, mientras esperaba contar cincuenta personas que pasaran frente a él,  para entonces empezar su tan deseada masacre. En los cuarenta y ocho años de su vida no había hecho nada más que embriagarse, drogarse y robar para volver a hacerlo una y otra vez, mientras que poco a poco, trago tras trago, se afianzaba en la posición de mendigo drogadicto a la que había llegado desde los diecinueve años. Por eso había decidido encontrar en la muerte de otros el logro máximo de su vida.

Hombres, mujeres, familias enteras pasaban frente a sus ojos entre el gentío que lo evitaba, y por la misma calle en la que el vagabundo acababa de levantarse de entre cartones y sin una gota de alcohol para embriagarse más de lo que ya estaba.

Tan sólo esperaba a contar cincuenta personas que caminasen frente a él, el  mismo número de putas de las que se había enamorado en su triste vida, o al menos de las que un vagabundo amigo le llevaba cuenta, para empezar a disparar a diestra y siniestra, sin consideración alguna y empezar a ver, uno tras otro, los cuerpos que caían sin vida al suelo. Pero en el momento en que llegó a contar apenas veintiséis personas, el ignorante hombre, que escasamente había hecho segundo de primaria, se percató de que a pesar de haber sido precavido en conseguir el revolver y las suficientes balas, en su ignorancia acrecentada de drogas y alcohol, nunca había aprendido a leer ni a contar más allá del veintiséis. 

                                      

                                  Juan Pablo Guzmán, colombiano.



sábado, 12 de enero de 2013

Fecha de creación: 12/01/2013






Estabas desolada.
Aunque muerta, agonizabas,  
Ya muerta en tu última agonía;
Respirando, lo que sería,
Dentro de poco, tu exhalación final.

Tras la avalancha,  morías,
Como una mariposa incinerada,
Batías tus alas buscando aire mientras ardías.
Desnuda, sucia, asfixiada, dolida.

Tu sepultura, el lodo ardiente.
Tu pena eterna, tus ahogados hijos.
Tus dolientes, tu esposo y su amante.
Tu salvación,  Dios o el aire faltante.

El barro lascivo te consumía,
Mientras que tus inertes brazos ya eran tierra.
Agonizabas. Te perdías viva y sufrías.
¿Y tus hijos? ¿Y Jesucristo? ¿Y la vida?

Te despedías, muda, silenciosa.
El barro te terminó de llenar la boca. Adiós;
Adiós al aire, adiós a tu vida.
Te aplastó, el pecaminoso barro, al fin te mataba.

Querías que acabara. Lo implorabas.
De repente, sujetaron tu cabello. Te sentiste fuera del ardiente lodo.
Alcanzaste a ver al socorrista. Muerta pero lo hiciste.
Y, al fin, acabó. Hola a la muere. Adiós al cadáver tuyo.



Juan Pablo Guzmán, colombiano.