martes, 25 de diciembre de 2012

Breve Historia de mi eternidad.


Fecha de creación: 25/12/2012



Jesús María Zamora (1875-1949) Río Magdalena. 1947.  
Breve Historia de mi eternidad. 





Hacia el año de 1802, que a diferencia de muchos otros recuerdó vivamente, yo y mis recientes diecisiete años cumplidos desembarcamos en Cartagena de Indias, ciudad americana del Virreinato de la Nueva Granada. 

El nuevo mundo me fascinaba en ese entonces; escuchar sobre sus misterios, sus selvas malditas, sus leyendas y sus riquezas  era uno de mis mayores pasatiempos en Londres, la ciudad donde mi madre, de ascendencia francesa, me dio a luz. No dude un solo momento en responder positivamente, cuando me hablaron acerca de hacer parte de una expedición con fines investigativos a la tierra de Colon. Gracias al aporte económico que hizo mi padre a dicha expedición, no tarde mucho en verme siendo pasajero en una carabela, mientras surcaba los inmensos mares, dirigiéndome a América. 

Según lo planeado en aquel entonces, la expedición –O más bien la parte de la expedición en la que yo formaría parte– debía durar tan sólo cinco años, los cuales me bastaban a mí. Pero, en un truco del destino, solo pude regresar a mi natal Londres hacia 1823 y, muy a mi pesar, por una corta temporada.  

A mi llegada a Inglaterra, el asombro y estupefacción de la sociedad londinense, especialmente el de la burguesía de la que yo hice parte alguna vez, recayó sobre mis hombros. Uno no se imagina el poder que tienen los comentarios, críticas y habladurías a rienda suelta por las calles hasta que, desbocados y exageradamente aumentados, abofetean el propio rostro. 

Muchos, algunos ignorantes de mente cerrada y boca abierta y otros de gran intelecto superficial, llegaron a hablar de quemarme vivo o de encerrarme lejos de la luz del día y el ojo de Dios hasta la muerte. Pero, para mi fortuna, con ignorarlos y agradecer el no vivir en una nación esclava del odioso catolicismo me basto. 

Nadie, absolutamente nadie, perdono, al conocer mi edad, mi rostro joven, mi cabello abundante y de un castaño avivado, mi piel intacta ni el brillo adolecente en mis ojos marrones. Mí pecado en cuento pise Londres, fue el hecho de no envejecer al paso de los años y, el quedar ileso y sin el menor daño luego de que un carruaje halado por cuatro caballos, atropellándome, pasara sobre mí. Todo, en un viciado conjunto de circunstancias, me obligó sin más remedio a huir a América. Huir a aquella tierra que, a pesar de haber sido tan torturada y teñida de sangre, continuaba rebosante de vida; aquella tierra que para ese tiempo ya no era de Colon ni de España y que, en un descuido mio, me entregó la inmortalidad y la eterna juventud en el veneno de una víbora cascabel, mientras yo, ensimismado,  escribía un par de versos de mala muerte acerca del rio llamado Magdalena. 




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