Ana el primer amor de ella.
Encubría a todos lo que había sucedido, así
como su cara, maquillada por sus bostezos y lágrimas secas. Se sentía enredada
como la pelota de trapos con las que jugaba el gato sobre la alfombra. No sabía
que sentir, si arrepentimiento y culpa por haber dejado escapar a Ana o la
tristeza de que se hubiera ido sin siquiera despedirse. La ventana enrejada de
la sala era su único apoyo; la luz que entraba por ella de cierta manera remplazaba la caricia que en esos momentos tanto
necesitaba de Mamá. Pero ella misma se negaba a buscarla, contarle lo que había
pasado era lo que menos quería. Si lo hacía, seguramente Mamá le diría que no
pasaba nada, que dejara de pensar en Ana y que Papá le buscaría otra paloma más
bonita. Igual a como había pasado cuando su gatito se perdió entre el monte, Papá
no demoró mucho en traer otro gato, pero no era igual y seguramente si Ana no
volvía nada volvería a ser igual, por
más palomas que trajeran.
“Ana… Anita venga que yo la extraño” susurraba
para sí misma al tiempo que una lagrima destellante salía de sus ojos. Lo único
de lo que estaba segura era de mirar por
la ventana, por la misma que Ana se había ido volando cuando ella le abrió la
puertecita de la jaula de guadua, pensando que Ana quería estar más cerca de
ella. Al salir no le dijo nada, no la tocó ni la miró, extendió las alas y, con
un fugaz y largo vuelo, Ana se abrió camino por entre la ventana hacia el
cielo azul.
“¿Anita tantas ganas de irse tenía que me
engañó?” seguía susurrando ella, llena del miedo que le provocaba que su abuelo,
en la silla mecedora, la escuchara y la regañara por hacer tanto ruido y no
dejarlo dormir.
Para su edad ella era alguien muy madura,
por lo que en las ocasiones donde la profesora les leía cuentos de amor donde
niñas lloraban por los niños, a ella le parecía algo ridículo; los niños eran
unos bobos que la molestaban y cuando llegaban a portarse bien con ella, regalándole
algo o diciéndole cualquier cosa linda, lo hacían balbuceando muertos de miedo
y salían corriendo a reírse en alguna esquina. ¿Cómo podía alguien llorar por
un niño? Era imposible, eso era lo que se había dicho así misma. Pero ahora
ella lloraba de amor, pero no por un niño bobo, lloraba por Ana, Anita la
paloma que la había engañado tan sólo para irse.
Su madre estaba ocupada en la cocina, pero
aun así notó todo el tiempo que ella había estado sentada y recostada a la
ventana; así que se acercó suavemente, agachó la mirada y dijo:
– Hija, ¿Qué haces?
Con las palabras de Mamá un hondo suspiro le
llenó el pecho, cortándole las palabras. Al ver que ella no respondió Mamá insistió.
– Hija…
– Nada, mamita, mirando Pa’ fuera
–Contestó ella sin saber cómo fue capaz de hablar con ese aire tan extraño por
dentro.
– Hmm ¿Y dónde dejaste a Ana?
– Eeh… la escondí.
La Madre hizo un gesto de extrañes y ella
continúo:
– La escondí mamita, porque le vi
ganas de volarse Pa´ nunca más volver. Entonces yo me le adelante y la escondí.
– Pero, Hija, eso no es necesario, sólo
hay que cortarle las alas y así ya no se puede volar. Si quieres yo…
La olla pitadora dio un silbido pidiendo
atención. Mientras Mamá se alejaba hacia la cocina y con el silbido de la olla
en sus oídos, a ella, sorpresivamente, le quedo muy claro todo lo que pasaba y porqué
Ana se había ido como se fue.
Ella amaba a Ana desde que Papá se la trajo
siendo apenas un pichón; amaba la mancha café en una de sus alas y el blanco
del resto de su cuerpo, parecido a la nieve que se imaginaba. Le puso Ana, como
su abuela, a la que no recordaba porque murió cuando ella era más pequeña. La
alimentó, la vio crecer y la amó como ninguna niña pudo amar a ningún niño
bobo. Pero ella no se había dado cuenta de su error hasta ahora, que el silbido
de la olla y el regaño del abuelo para
que lo dejaran dormir, le habían hecho
despertar los oídos y el alma.
Ella amaba a Ana, pero lo hacía como no se debía amar a nadie: haciendo sufrir. Ana vivió desde pequeña con ella y no conoció más horizonte que su jaula de guadua, que aunque era preciosa, no era más que su prisión. Vivió encerrada y escapando a los diminutos monstruos que eran los dedos de su dueña, los mismos que constantemente la dejaban muy adolorida. La paloma vivía mirando con melancolía por la ventana añorando la libertad, al igual que la pequeña niña lo hacia ahora. Miles de sonrisas le había dado el ave a la pequeña en todo el tiempo que estuvo con ella, cada una a costa de su libertad.
Ana, Ana,
Anita
Mi linda
palomita
Ana,
Anita
Usted
sabe, Yo la amo
Y si
entiende le pido de favor
Que no
vuelva nunca más
Y vuele
con sus alitas
Lejos de
por acá
Que no
quiero que se las corten
Pa´ que
no se vuelva a volar
Vallase
lejos Anita
Y no
vuelva por acá.
Un
vuelo largo y lento elevó el avioncito de papel en el que ella escribió el
poema para Anita, con el cual se despedía para siempre. Confiaba en que Ana
encontraría el avión y así sabría que
era mejor para ella no volver. Miró el avión abrirse camino por la ventana al
igual que como antes lo había hecho Ana. Se froto bruscamente las manos en la
cara, y le quedaron empapadas; las miró con detenimiento y, mientras su abuelo
la regañaba por lanzar papeles al Jardín, ella supo que aquello que empapó sus
manos eran las lágrimas de su primer amor.
Juan Pablo Guzmán, colombiano.