Tiroteo.
Balanceaba su revolver mugriento de un lado a otro en la
concurrida calle, mientras esperaba contar cincuenta personas que pasaran
frente a él, para entonces empezar su
tan deseada masacre. En los cuarenta y ocho años de su vida no había hecho nada
más que embriagarse, drogarse y robar para volver a hacerlo una y otra vez,
mientras que poco a poco, trago tras trago, se afianzaba en la posición de
mendigo drogadicto a la que había llegado desde los diecinueve años. Por eso
había decidido encontrar en la muerte de otros el logro máximo de su vida.
Hombres, mujeres, familias enteras pasaban frente a sus ojos
entre el gentío que lo evitaba, y por la misma calle en la que el vagabundo
acababa de levantarse de entre cartones y sin una gota de alcohol para
embriagarse más de lo que ya estaba.
Tan sólo esperaba a contar cincuenta personas que caminasen
frente a él, el mismo número de putas de
las que se había enamorado en su triste vida, o al menos de las que un
vagabundo amigo le llevaba cuenta, para empezar a disparar a diestra y
siniestra, sin consideración alguna y empezar a ver, uno tras otro, los cuerpos
que caían sin vida al suelo. Pero en el momento en que llegó a contar apenas
veintiséis personas, el ignorante hombre, que escasamente había hecho segundo
de primaria, se percató de que a pesar de haber sido precavido en conseguir el
revolver y las suficientes balas, en su ignorancia acrecentada de drogas y
alcohol, nunca había aprendido a leer ni a contar más allá del veintiséis.
Juan Pablo Guzmán, colombiano.
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